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miércoles, 1 de febrero de 2017

MAYO Y LOS ORÍGENES DE LA BIBLIOTECA NACIONAL POR ANA INÉS MANZO



El 11 de febrero de 2019 se cumplieros 22 años del fallecimiento de la profesora Ana Inés Manzo de Torrico (ver su biografía en este blog y en el sub-blog ELQUILMERO EN LA GOYENA), [1] fundadora de la Biblioteca Popular Pedro Goyena el 15 de agosto de 1959. En su memoria transcribimos esta conferencia que pronunció el 20 de marzo de 1960, en el Departamento de Letras de la Universidad Nacional de La Plata donde ella estudió, y del que fue secretaria técnica, siendo su jefe el Prof. Julio Caillet Bois. Este trabajo histórico se publicó en “Algunos aspectos de la cultura literaria de Mayo”, edición de dicha Universidad el 20 de enero de 1961. 

MAYO Y LOS ORÍGENES 
DE LA BIBLIOTECA NACIONAL

Uno de los hechos más significativos en los orígenes de la historia cultural de nuestra patria fue la creación de la Biblioteca Nacional. Producido varios meses des­pués del Mayo augural, es la prueba evidente del sen­tido popular y democrático que adquirió el movimiento emancipador; más aún, de la nueva significación del libro, tan diversa de la que nos recuerda una conocida anécdota vinculada directamente con el destino de Amé­rica y su cultura.

Se dice que el confesor de la Reina Isabel la Católica, deseoso de persuadirla sobre la necesidad de imprimir la gramática, de Antonio de Nebrija, esgrimió el siguiente argumento:

“Después que V. A. meta debajo de su yugo muchos pue­blos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas y con el vencimiento aquellos tengan necesidad de recibir las leyes que el vencedor pone al vencido, y con ella nuestra lengua, entonces por este arte gramatical podrán venir en conoci­miento de ella, como ágora nosotros deprendemos el arte de la lengua latina, para deprender el latín.”

A poco que reflexionemos acerca de estas palabras, llegamos a una paradójica conclusión: la de que España pondría en manos de los pueblos de América “de bárba­ras y peregrinas lenguas’' el instrumento más poderoso para sacudir el yugo del colonialismo: el libro, liberador de espíritus y, por lo tanto, liberador de pueblos.

En él aprendieron no solamente la lengua sonora y magnífica, la lengua que une a los pueblos de Latinoamé­rica con el lazo indestructible que dan el común sentir y la expresión común, sino también una forma de vida superior y distinta que llegó desde Europa a través de España. […] El libro llegaba precedido de una valoración inigualada hasta entonces, no solamente por su conte­nido sino porque el arte coadyuvó a ella con los precio­sos trabajos de: los Aldo, los Elzevir, [2] los Plantin [3] y los Stéfano, que la imprenta a su vez habría de difundir ha­cia todos los rumbos del mundo conocido.

Por las rutas del mar, en busca de nuevos pueblos, llegó España y con ella, el libro, hallando cauce propicio en las mentes vírgenes del indígena; así, la liberación del intelecto, renovado milagro de la superioridad del espíritu, precedió en muchos años a la emancipación po­lítica.

No pocos escritores han difundido y era por eso creencia común hasta no hace mucho tiempo, que las severas disposiciones del Consejo de Indias y del Tribunal de la Inquisición, alcanzaron en América tal fuerza de ley, que no llegaban aquí sino libros de oraciones y de santos.

Pero esto ya ha sido desmentido mediante comprobaciones irrefutables en trabajos serios y documentados que no es necesario ahondar en el presente estudio. Lo cierto es que la Real Cédula de 1531, que prohibía el paso de "libros de romance y de materias profanas", y las posteriores de Ocaña y de Valladolid, no se cumplieron, sino a medias o quedaron en el papel. Basta leer para comprobarlo, las extensas listas de libros entrados en Amé­rica durante los siglos XVI, XVII y XVIII, así como las que proporcionan los inventarios y subastas de bibliotecas particulares, que han registrado en sus obras Gonzá­lez Obregón [4] , José Toribio Medina [5], José Torre Revello, [6] Guillermo Furlong [7] y Ricardo Caillet-Bois.[8]

La prohibición quedó circunscripta a los libros “com­puestos por teólogos luteranos, los que eran obscenos, sin mérito alguno, y los que versaban sobre nigromancia y hechicería”. [9] ¿Puede esto llamar la atención consi­derando que España vivía en plena lucha por la defensa de la fe, en plena Contrarreforma? Y, en cuanto a la difusión de obras de “romance y caballería”, ¿no fue Cervantes quien las ridiculizó en su Quijote, efectuando en el capítulo VI una rigurosa selección?

Las Reales Cédulas también establecían que los carga­mentos de libros para América se registraran numerando las cajas y detallando el contenido para que la Casa de Contratación de Sevilla tomara conocimiento de él; pero José Toribio Medina recoge el dato, “que muchos [li­bros] pasaban sin mostrarlos durante el tránsito para evitar el daño que de abrirlos y reconocerlos se les pu­diera seguir”. [10]

En los barcos se leía mucho y luego se vendían en los puertos libros mezclados con otras mercaderías, como ser: sedas, paños, tabaco, estaño y aun fundas para al­mohadas. Este contrabando originó un decreto por el cual se obligaba a revisar los navíos al llegar a puerto, porque “en pipas y cajas traen libros prohibidos”.

No obstante se concedieron numerosas licencias espe­ciales, otorgadas a personas de reconocida preparación durante los siglos XVII y XVIII; tales las que obtuvie­ron Fray Juan de Zumárraga, el doctor obispo de México, introductor de la primera imprenta en América; Fray Bartolomé de las Casas para traer toda su biblioteca; el portugués Fernando de la Horta que poseyó 87 volúme­nes de ciencia jurídica; y el mismo Don Manuel Belgrano para leer obras prohibidas por el Santo Oficio.

No solamente de ciencia y de filosofía sino de dere­cho, historia, literatura en todos sus géneros y aun de arte, eran los libros que profusamente enriquecían las bibliotecas conventuales y privadas; testimonio de esto último es la directa referencia que alude a la introduc­ción de “libros de pintura y arquitectura para los padres misioneros” y entre los cuales anotamos: Cinco órdenes de arquitectura, de Vignola; Varia arquitectura, de Uredemani, y Antigüedad y grandeza de la pintura, de Pa­checo; libros éstos que sin duda alguna fueron consulta­dos por aquéllos que levantaron los templos y retablos en el estilo que fusionaría plásticamente a España con América: el “barroco americano”.
MARIANO MORENO

BIBLIOTECAS ARGENTINAS 
Apenas nacido el siglo XVII, se funda en la ciudad de Córdoba la Universidad que juntamente con la de Charcas habían de ser focos de irradiación cultural en el futuro Virreinato del Río de la Plata. El fundador, hay Jerónimo de Trejo y Sanabria, poseía una de las bibliotecas más nutridas de la época; la Librería prin­cipal del Colegio Máximo albergaba, según el inventario practicado después de la expulsión de la orden je­suítica, 12.148 volúmenes y 1.500 cuadernos. En otras librerías menores, como las de Alta Gracia, Santa Cata­lina, Paraguay y Paraná, tenían alrededor de 7.000 vo­lúmenes en cada una y se atestigua que la de Santa Fe fue, durante centurias, la única de esa ciudad; después de la expulsión, el Cabildo se hizo cargo de ella, dán­dole destino de “Biblioteca común” y abriéndose al pú­blico desde el año 1774. Sería ésta, por lo tanto, la pri­mera biblioteca pública que existió en el territorio de la futura Argentina.

Una noticia interesante al respecto nos la da el cono­cimiento de un decreto del rey Carlos III de España, por el cual ordenaba distribuir los libros de los jesuitas expulsos entre las casas que pertenecían a las órdenes mercedaria, dominica y franciscana pero con la expresa condición que fueran “para uso público”.

Sería demasiado prolijo enumerar todas las bibliotecas conventuales o privadas que existieron a lo largo y a lo ancho de nuestra patria en La Rioja, Catamarca, San Juan, Mendoza, Salta, Jujuy, Misiones y Tucumán. El Gobernador Armaza, de esta última provincia, poseía una importante colección de libros de Historia que fue­ron subastados en Salta, después de su muerte, en 1739, a precios elevados para la época. No menos nutridas fue­ron las del Pedagogo José González y la del Intendente del Ejército y Real Hacienda de Buenos Aires, D. Ma­nuel Ignacio Fernández. El canónigo Juan Baltasar Maciel reunió en la suya no menos de 2.000 volúmenes, primero y con la impresión del periódico después. En el Río de la Plata cupo a un bibliotecario la iniciativa de instalar la imprenta en Buenos Aires, durante el Virreinato de Vértiz. En Córdoba había quedado aban­donada la que perteneciera a los jesuitas expulsados en 1767; el ex-librero portugués José Silva y Aguiar, que se desempeñaba como Bibliotecario del Real Colegio de San Carlos, creado por Vértiz, le sugirió la idea de trasladarla a la Capital del Virreinato como así se hizo en 1780. [11]

Estaba ya en marcha la empresa liberadora de educar al pueblo, que continuaría don Manuel Belgrano, como Secretario del Consulado. Es sabido que instituyó pre­mios al estudio y al trabajo, defendió la libertad de es­cribir e insistió repetidas veces en la necesidad de crear institutos de enseñanza superior porque “nosotros —de­cía— necesitamos ir a buscar la instrucción a Europa o cuando menos hacer venir quien nos enseñe pues care­cemos de las luces necesarias”. Al expresarse así ante el Virrey Cisneros, se refería a la impostergable creación de una Universidad en Buenos Aires. Manuel Belgrano se había graduado en España, pero sus primeros estudios los realizó en el Colegio Carolino; junto a su nombre evocamos los de Saavedra, Vieytes, Castelli, Moreno, Chorroarín, Segurola, López y Planes, Esteban de Luca, Juan Cruz Varela, alumnos todos de profesores también inolvidables: el Dr. Juan José Passo y los canónigos Juan Baltasar Maziel, Pantaleón Rivarola y Fray Caye­tano Rodríguez. De este último sabemos que distinguía a los alumnos aventajados o de relevantes condiciones permitiéndoles el acceso a la Biblioteca del Colegio y la lectura de obras consideradas por el gobierno español demasiado liberales o peligrosas para la estabilidad de su ya tambaleante poderío. Fray Cayetano era un maestro y tenía clara conciencia de su responsabilidad como tal; además era patriota e intuía el momento crucial que esa generación de jóvenes habría de afrontar; se preocu­pó por instruirla, pero más de educarla. De él es este pensamiento: “No sé qué presagios advierto de libertad y es necesario formar hombres”.
 MANUEL BELGRANO

DECRETOS DE LA PRIMERA JUNTA 
A partir del 25 de mayo de 1810, la Revolución fue adquiriendo cada día más sentido popular y nacional; los proyectos de educar al pueblo para que disfrutara mejor de los beneficios de la libertad, entraron en la etapa de realización. Se comenzó por el periódico; la junta dispuso la creación de La Gazeta de Buenos Aires’, por decreto de fecha 2 de junio de 1810, donde estable­cía su función, que era la de anunciar “al público las no­ticias exteriores e interiores que deban mirarse con algún interés”; todos los ciudadanos podían colaborar publicando sus ideas en el nuevo periódico, censurando o aprobando las medidas de gobierno, contribuyendo “con sus luces a la seguridad del acierto”.

Se iniciaba una etapa de participación efectiva por parte del pueblo en la estructuración de la nacionali­dad; la libertad de expresión era ya un hecho. En el mismo decreto se aconsejaba: “Todos los escritos rela­tivos a este recomendable fin [colaborar con el Gobier­no en la dirección de la opinión pública] se dirigirán al Señor Vocal, Doctor D. Manuel Alberdi, quien cui­dará privativamente de este ramo, agregándose por secretaría las noticias oficiales cuya publicación interese al pueblo". [12]

Por circular aparte la Junta nombra ese mismo día 2 de junio, como “redactores oficiales, a los doctores Castelli, Moreno y Belgrano”.

Traemos a colación este decreto de creación de La Gazeta, para extraer de él dos conclusiones:

1°) Los decretos y notas de la Primera Junta están re­frendados por todos sus miembros o por Cornelio Saa­vedra y Mariano Moreno, Presidente y Secretario, res­pectivamente, de la misma. Cuando la Junta designa a alguno de los vocales para desempeñar algún cargo relacionado con la creación de una institución, deja expre­sa constancia, especificando el grado de participación y responsabilidad de ese miembro.

2°) Los artículos de La Gazeta no estaban firmados por ninguno de sus redactores oficiales u ocasionales; solamente podían identificarse por el estilo.

Si analizamos con este criterio los documentos rela­cionados con la creación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, veremos que es la Junta quien la comu­nica a las distintas personas e instituciones al solicitarles libros con el fin de proveer al “benéfico fin a que esta Junta los ha destinado”. Se incorporan de esta manera, provenientes de los rebeldes de Córdoba, “toda la libre­ría del Obispo Orellana, y todos los libros que tuviesen los demás reos...”; los del Obispo Azamor y Ramírez, como queda ya dicho; los pertenecientes a la Junta de Temporalidades de Córdoba “que avisó existían en ese convento de Santo Domingo” urgiéndole su pronta re­misión “y de acuerdo de la misma Junta lo prevengo a V. S. para su puntual cumplimiento”. En la nota envia­da al Rector del Colegio de San Carlos, P. Luis Chorroarín, se le comunica que: “Habiéndose dispuesto por esta Junta la formación de una Biblioteca Pública, ha resuel­to se incorporen a ella los libros del Colegio de San Carlos, lo que participa a usted esperando de su notorio celo por el bien público, contribuya por su parte a que tenga su debido efecto esta resolución estando advertido que el Secretario Dr. D. Mariano Moreno está nombra­do por la Junta Protector de dicha Biblioteca con facul­tades competentes para entender en todos los incidentes de ella, siendo bibliotecarios el Dr. D. Saturnino Segu­rola y el Rvdo. P. Fray Cayetano Rodríguez”. [13]

El interés del P. Chorroarín por esta creación databa de 1806, cuando ofreció al Cabildo la Librería del Co­legio para uso del pueblo todo de Buenos Aires; la in­vasión de Beresford frustró la concreción de la idea. Fue con la aurora de la independencia cuando el Rector de San Carlos la vería renacer para arraigar definitiva­mente en la patria y en su corazón. Se apresuró pues a dar cumplimiento a la solicitud, enviando los libros al Protector nombrado por la Junta para recibir las do­naciones y disponer la organización de la nueva institu­ción. Tal fue la misión que le correspondió al Dr. Ma­riano Moreno, como se comunicó oportunamente al pueblo, por intermedio del órgano oficial del Gobierno patrio.

EL ARTÍCULO DEL 13 DE SEPTIEMBRE DE 1810 
Se publicó en La Gazeta para solicitar la colaboración del vecindario, así como se le había ofrecido anterior­mente publicar espontáneamente en sus páginas. Indudablemente no es un decreto de fundación de la Biblio­teca, sino un artículo periodístico informativo. Se lo ha atribuido a la pluma de Moreno durante mucho tiem­po y por historiadores que suponemos bien informados. Pero últimamente, entre la copiosa producción con que los escritores han querido honrar el 1509, aniversario de la Patria, se aventura la tesis de que el autor fue Manuel Belgrano. Podría afirmarse por varias razones: la prime­ra es el título, Educación, ya que con el mismo publicó en el Correo de Comercio, por él creado, algunos artícu­los destinados a exaltar la importancia de la instrucción pública; otras pruebas serían la similitud de expresiones, de giros sintácticos y de ideas que surgen de un estudio comparativo.

Lo cierto es que, fuera Moreno, Belgrano o cuales­quieran de los redactores oficiales u ocasionales del perió­dico oficial el autor de esas líneas, queda en evidencia que se trata de una magnífica página en la cual halla­mos la más exacta interpretación de la misión de una biblioteca pública. Es un artículo de molde clásico, fruto evidente de la instrucción Carolina, pero late entre líneas un sentimiento romántico, por la fogosidad del verbo y el deseo de reconstruir la patria en la libertad y en la paz. Parece escrito más que por un político por un maes­tro, por un padre antes que por un gobernante. Execra la lucha por la cual los hombres “descuidan aquellos establecimientos que en tiempos felices se fundaron para cultivo de las ciencias y de las artes", y señala al Estado su deber de evitar tan peligrosa caída en la barbarie. Habla aquí el ex-alumno de San Carlos. Ya le parecen muchos cuatro años de combates [1806-1810] “que han minado sordamente la ilustración y virtudes” de los jó­venes que “quisieron ser militares antes que prepararse a ser hombres”. Deplora verlos alejados por la preocu­pación política o guerrera del quehacer silencioso pero útil de las aulas, ahora ocupadas por las tropas y no ha­cía mucho, centro de la cultura colonial.

Habla después en nombre de la Junta lamentándose de que no pueda consagrar todo el tiempo que deseara “al noble objeto de educar al pueblo”, por lo cual llama “en su socorro a los hombres sabios y patriotas, que re­glando un nuevo establecimiento de estudios adecuado a nuestras circunstancias, formen el plantel que produz­ca algún día hombres, que sean el honor y gloria de su patria”.

Por segunda vez en el texto vemos el deseo de con­tribuir mediante la difusión de la cultura a “formar hombres” como lo quería Fray Cayetano.

Entretanto, la Junta crea la Biblioteca Pública “en que se facilite a los amantes de las letras un recurso seguro para aumentar sus conocimientos”.

Hay más adelante una visión muy clara de la función docente de la Biblioteca, cuando dice: “la concurrencia de los sabios con los que desean serlo produce una ma­nifestación recíproca de luces y conocimientos, que se aumentan con la discusión, y se afirman con el registro de los libros, que están a mano para dirimir las disputas”.

Estamos ante una institución moderna: Biblioteca abierta al maestro y al alumno, no en el protocolar y compulsivo edificio escolar sino en el aula ideal que se improvisa allí en donde hay un maestro que desea trans­mitir un conocimiento y un alumno que quiere apren­der, concepto humanístico de la escuela y de la Univer­sidad que encontramos en Las Partidas, de Alfonso el Sabio. “Mesa redonda” para la discusión constructiva, esclarecida por los textos “a la mano” en los anaqueles accesibles.

En realidad parecería estar leyendo el Manifiesto de la UNESCO sobre bibliotecas públicas, que comienza así:

La biblioteca pública es un producto de la moderna de­mocracia y una demostración práctica de la fe de la demo­cracia en la educación universal por un proceso que dura toda la vida... Como institución democrática, manejada por el pueblo para el pueblo, la biblioteca pública debe estar:

-          Establecida y sostenida bajo la pura autoridad de la ley;

-          Sostenida total o principalmente con fondos públicos;

-          Abierta al uso gratuito y en igualdad de condiciones para todos los miembros de la colectividad, sin reparar en profesión, creencias, clase o raza”...

La biblioteca pública debe ser activa y positiva en la orientación de su labor, y constituir una parte dinámica en la vida de la colectividad.

No debe decir a la gente lo que ésta ha de pensar, sino ayudarle a decidir qué es lo que ha de pensar. Habrá que proyectar luz sobre los problemas llenos de significado...”

CONTRIBUCIÓN POPULAR 
Respondieron unánimemente al vibrante llamado del redactor de La Gazeta todos los vecinos de Buenos Aires, pobres o pudientes, letrados o analfabetos. Sería muy prolijo el detalle de las donaciones en libros, dinero, madera para construir estantes, colecciones de la más variada índole, sobre todo de minerales, plantas y ani­males, con miras a una presunta sección de Museo Na­cional de Ciencias Naturales.

Destacaremos las más significativas por los conside­randos que las acompañaron y por cuanto esclarecen respecto de quienes tuvieron y demostraron un fervoroso interés por enriquecer sólidamente la institución. Todos figuran en el Libro de donantes, obsequiado por el vocal de la Junta, D. Juan Larrea. Estaba “forrado en tafilete[14] de oro, grabado en ambas caras, con guarnicio­nes de oro, para asentar en él los donativos en libros y en dinero y por este medio conservar la grata memoria de los generosos bienhechores de tan útil y benéfico establecimiento”. [15]

Repetidas veces vemos el nombre del Canónigo Chorroarín, quien, además de ceder la Biblioteca pertene­ciente al Colegio, donó “varias obras de valor y ofrece al mismo tiempo todos cuantos libros útiles se encuentren en su librería”. [16]

No menos generoso fue el Sr. Vocal D. Manuel Belgrano que “ofreció toda su librería para que se extrajesen todos los libros que se considerasen útiles y se sacó de ella una porción considerable”. [17]

Con posterioridad y, “A más de los muchos libros que donó el año próximo pasado, ahora nuevamente ha donado diez obras, y ofrecido otras para después, asegurando que coadyuvará en cuanto pueda a los aumentos de la biblioteca”. [18]

No llama la atención el altruismo del prócer, si recordamos que, en sucesivas oportunidades hizo donación de sus sueldos y premios, para levantar escuelas y colaborar en la obra de gobierno porque así creía retribuir “… los honores y gracias con que me distingue la patria”.[19]

Otros vecinos también hicieron entrega total de sus bibliotecas privadas; así el Canónigo Domingo Belgrano, hermano del Vocal de la Junta, a quien se “le administraron dos obras de mérito de que carece la Biblioteca.” [20]

Igualmente Dᵃ Martina Labardén, el Dr. Vicente Eche­varría y el Dr. Saturnino Segurola, a quien se le aceptó la Historia Universal en 43 volúmenes “in 4°”.

Donó también muchos libros uno de los libreros más conocidos en el Buenos Aires de 1810, D. Agustín Eusebio Farre.

El llamado no interesó únicamente a los criollos sino a los extranjeros residentes; entre ellos anotamos los nombres de dos fuertes comerciantes ingleses: Juan Dillon y Juan Twaites, quienes ofrecieron al Dr. Mariano Moreno un donativo en dinero como “prueba de reco­nocimiento a la protección y cordial hospitalidad que experimentamos del gobierno y generoso vecindario”.

Por la misma razón, el médico irlandés Miguel O’ Gorman, fundador de la Escuela de Medicina de Buenos Aires, a la ciudad en la cual residía desde hacía 32 años, “ofrece obras raras y selectas de los mejores autores de Medicina, desde Hipócrates inclusive, agregando aquellas obras no menos importantes para la instrucción de las bellas letras y humanas”.

Tales son los considerandos que leemos en La Gazeta del 6 de noviembre de 1810.

Previendo que varias bibliotecas particulares pudie­ran poseer las mismas obras, la Junta publica en la del 24 de enero de 1811 una nota advirtiendo que se acep­tará la donación, siempre que se trate de ediciones o for­matos distintos a los ya existentes. Esta disposición re­vela un criterio de selección bibliofílico propio de una cultura nada vulgar.

¿Quién realizó este trabajo y tuvo a su cargo la dis­tribución del material bibliográfico en los anaqueles destinados al efecto? Trabajo hermoso, pero pesado que exige, a la par del conocimiento amplio de las ciencias divinas y humanas, sagacidad crítica, criterio selectivo, constancia y dedicación absolutas.
 CANÓNIGO LUIS JOSÉ DE CHORROARÍN

EL CANÓNIGO LUIS JOSÉ DE CHORROARÍN 
Los que viven junto a los libros y saben del quehacer en una biblioteca que nace viendo acumularse incesan­temente, por obra de la generosidad pública o por ad­quisición, libro tras libro en los estantes, sobre las me­sas, en el suelo; los que conocen la ímproba tarea de seleccionar, inventariar, catalogar y clasificar el material de una biblioteca comprenderán por qué cobran tan significativo valor las dos notas con que el Canónigo Chorroarín responde al Gobierno cuando se le apremia para inaugurar la Biblioteca a principios del año 1811. Protesta de la absoluta imposibilidad con las siguientes palabras:

La distribución de los libros, tantos y de tan diversas materias, en diferentes clases y especies, pide tiempo, y lo exige mayor el pesado y prolijo trabajo de los respectivos índices, y la consiguiente numeración. Si el Gobierno viese lo que he escrito en las apuntaciones individuales de tantos millares de libros que deben servir de base a la formación de los índices, y si se persuade que la colocación de ellos, tal cual se halla, es obra solamente mía, lejos de extrañar demora, admiraría lo mucho que se ha hecho.”

Este comunicado al Gobierno está fechado el 15 de diciembre de 1810, el cual insiste quince días después, demandando “imperiosamente la apertura de la Biblio­teca” para el de febrero de 1811. Nuevamente, el Canónigo Chorroarín protesta de la imposibilidad de ello diciendo, entre otras cosas, lo siguiente:

“Para el servicio de los concurrentes a la Biblioteca y para el cuidado y vigilancia de los libros a fin de que no haya extracciones clandestinas y furtivas, se necesitan por lo menos dos personas”...

Y poco más adelante añade, con fecha 29 de enero de 1810:

“Hasta ahora no ha habido otro dependiente que el Sar­gento Dn. Juan Carreto, destinado por el Gobierno a la Biblioteca con el cargo de portero, y para diligencias, con retención de su plaza y sueldo como si estuviera en servicio' militar. Este me ha ayudado en todos los trabajos de sepa­ración y colocación de libros, y tiene suficientes conocimien­tos para poder servir la biblioteca bajo mis órdenes...”

Cabe preguntarse ahora: ¿Y los bibliotecarios nombra­dos por la Junta a que se aludió en el pedido de libros al Rector del Colegio San Carlos y, posteriormente, en el artículo del 13 de setiembre publicado por La Gazeta?

Por la confrontación de documentos deducimos que a Fray Cayetano Rodríguez y al Pbro. D. Saturnino Segu­rola se les había propuesto para los cargos de Primero y Segundo Bibliotecario; que el Protector de la Biblio­teca, Dr. Mariano Moreno, no había solicitado la pro­visión de estos cargos hasta el 12 de noviembre de 1810, con una asignación de quinientos pesos para cada uno. Esta solicitud fue inmediatamente aprobada por la Jun­ta y el Cabildo, pero no hay indicio alguno de asunción de tareas por los bibliotecarios propuestos ni por otros; en cambio consta que D. Saturnino Segurola renunció a la reciente designación el 31 de diciembre de 1810, por­que otras obras benéficas ocupaban todo su tiempo y por lo tanto determinaron “la absoluta imposibilidad que tengo, para desempeñar el cargo de Bibliotecario con se digna honrarme V. E.”. En un papel adherido a esta renuncia se nombra en su reemplazo a Luis Chorroarín, el 30 de enero de 1811, quien por otra parte desempeñaba ya el cargo de Director y Primer Bibliotecario a pedido de Mariano Moreno, como se desprende ton absoluta claridad del contenido de una nota envia­da por Luis Chorroarín al 2° Triunvirato en noviembre de 1812, en la que expresa, refiriéndose al prócer:

“En tiempo que fue Vocal, Secretario de Gobierno, trató de emplearme en utilidad de la Patria; y como me conocía bien a fondo, sin embargo de todo respeto que me profe­saba, no dudó decirme un día con cierto desenfado que yo era un hombre de ideas rancias e inútiles y que era lástima que no pudiese leer nuevos estudios para servir a la Patria; pero que él había dado con lo único para lo que yo era bueno y acaso el único. No me dijo más entonces; pero él fue quien hizo que se me nombrase director de la Biblioteca cargando sobre mí sólo este establecimiento...”

La consecuencia: Chorroarín organiza solo la Biblio­teca; “a costa de su salud y del mayor deterioro de [su] ya cansada vista”, amén de la donación íntegra de su sueldo con el que costeaba los gastos de “tinta, plumas, varios útiles, composturas de libros y mantención de un criado”. [21]

Es digna de un trabajo más detenido la labor desple­gada por este humilde sacerdote en el desempeño de su cargo; de su tarea específica como Director  y a la vez como catalogador para su aprobación al Triunvirato. Todo su sacrificio, continuado ininterrumpidamente hasta 1821, es una verdadera ofrenda patriótica, que hizo posible la apertura de la Biblioteca Pública de Buenos Aires el día lunes 16 de marzo de 1812, a las 4 de la tarde, con asistencia de las autoridades civiles, eclesiás­ticas y militares, así como la del pueblo todo de la Ca­pital. El discurso de circunstancias estuvo a cargo del P. José Joaquín Ruiz, doctorado en derecho en Chuquisaca y profesor de Lógica en el Colegio de San Carlos.

Desde 1810, hasta 1813, no se encuentra en el Registro Oficial ningún decreto atinente a la Biblioteca, pero el 16 de octubre de este último año el Gobierno “dispone se forme un depósito de planos relativos a estas Provin­cias”. Era la creación de una incipiente mapoteca.

Bajo la dirección entusiasta e inteligente de Chorroarín se acrecentó el fondo bibliográfico con nuevos dona­tivos y compras de libros aconsejadas por él. En 1818, se adquiere una importante colección que se ofrecía en venta en París, mediante una suscripción pública enca­bezada por el Director con los $ 2.000 de las dietas que le correspondían como Diputado al Soberano Congreso. Y el 10 de junio del mismo año, “sabiendo que había en venta una obra apreciable, hizo que se la trajesen a la vista, y conociendo su mérito, mandó entregar a su dueño el precio de $ 200 que pidió por ella y la ha re­galado a la biblioteca”.

La gratitud con que la Patria quiso inmortalizar la obra de este benemérito ciudadano está patente en el decreto de honores promulgado cuando se retiró de la Dirección en 1821, y al ser inhumados sus restos en la Recoleta, el 11 de julio de 1823, se puso sobre su sepul­cro una lápida con esta inscripción: 
Hic jacet
D. Ludovico Chorroarin
Can. presb. S. AE. C.
Rectorcolegii Carolini 25 ann.
Et fundator Bibliot.
Obit die Julii ann. 1823. [22]

EL EDIFICIO PARA LA BIBLIOTECA 
Varios días antes de cursar las notas solicitando libros, se piensa en proveer de local a la Biblioteca, y el 2 de setiembre de 1810, se solicita al Administrador de Tem­poralidades y “a la mayor brevedad la Casa que ocupa Dn. Juan Ballesteros, perteneciente al Ramo a su cargo, por necesitarla el Gobierno para una Biblioteca Pública que se ha destinado”. [23]

El 19 de octubre, pide también al Tribunal de Cuen­tas “la pieza que hace esquina en los altos del Tribunal pal a darle la indispensable extensión a la Biblioteca Pú­blica que se ha situado contigua”. [24]

Los anaqueles se llenaban, crecía el fondo bibliográ­fico por la generosidad del vecindario, “lo que impedía colocarlo ordenadamente”; debía proveerse de habitación para el bibliotecario, “persona de respeto, afición e inte­ligencia”, como decían los considerandos de la nueva petición del Gobierno recaída en una casa contigua al Tribunal y también en altos. Todo ese solar compren­día la actual esquina de las calles Perú y Moreno, cono­cida como “calle de la Biblioteca”, por dar a esta última la puerta de acceso con “la doble escalera secular”, a la que sin duda aludía El Argos, en 1822, cuando se efectuaron los trabajos de ampliación bajo la dirección de Manuel Moreno, el hermano del Secretario de la Junta.

En este edificio estuvo hasta 1901, en que Paul Groussac gestionó su traslado, ante el entonces Presidente de la Nación, General Julio A. Roca. La nueva casa fue el palacio construido para la Lotería Nacional que, con algu­nas modificaciones se adoptó para la nueva misión: alber­gar ambiciones de enriquecimiento espiritual, tan diver­sas de aquellas que, a no mediar la feliz intervención de Groussac, hubieran sido las habituales en ese lugar. No obstante, al pronunciar el discurso inaugural de la nueva sede, el entonces Director de la Biblioteca Nacio­nal recordó con emoción el viejo edificio de la calle Moreno, “la mejor bautizada de la ciudad” como él de­cía. Aludiendo a la incomodidad de las instalaciones señaló que entre todos los empleados él había sido “el trabajador más asiduo y también el peor acomodado en su despacho claustral, horno en verano, si en invierno ventisquero, pero malsano en toda estación. Y con todo no he podido abandonarla sin una impresión de tris­teza, aquella celda oscura, donde entré joven y de donde salgo viejo, dejándola como impregnada de mi espíritu: allí he vivido, estudiado, escrito lo poco que de mí que­dará…”. [25]
 PAUL GROUSSAC EN SU ESTUDIO

LA SIMIENTE 
El espíritu de los creadores de esta obra de bien pú­blico alentó en muchos de los que tuvieron participa­ción en el quehacer nacional. Fruto de ella y como gajos desprendidos del tronco materno son: la Biblioteca Na­cional de Chile, para cuya fundación donó el General San Martín los $ 10.000 que el Gobierno de Santiago le obsequiara después de la batalla de Chacabuco; la Bi­blioteca Nacional de Lima, creada por el Libertador a poco de emancipar el Perú y cuyo Reglamento redactó e hizo publicar en la Gazeta de Lima, el 31 de agosto de 1822; obra suya también es la Biblioteca Pública de Mendoza, trasladada en 1856, a la casa que ocupara San Martín en la calle de la Alameda; y, en la margen orien­tal del Río de la Plata, la Biblioteca Pública de Monte­video, fundada por el Dr. Dámaso Antonio Larrañaga, quien compartió la función de bibliotecario con Chorroarín a partir de 1814, extrayendo de esa actuación las ideas que trasplantó a su Uruguay natal.

Aunque indirectamente, también tuvo su origen en nuestra Biblioteca la ley de Bibliotecas Populares, promulgada por Domingo F. Sarmiento, pues vio la necesidad de crearlas en todo el vasto territorio de la Patria. Es famosa la polémica que sostuvo con el Dr. Vicente Quesada, Director de la Biblioteca Pública hasta 1878, pues éste era enemigo del préstamo de libros a domici­lio. Sarmiento, en su pintoresca pero certera expresión, decía que la Biblioteca Pública de Buenos Aires era "un osario”.

Es que ya tenía la función de casi todas las Bibliotecas Nacionales: ser depósito bibliográfico.
Antiguo edificio de la Biblioteca Nacional, ubicado en la calle México 564 de la Ciudad de Buenos Aires. El edificio se proyectó originalmente para la administración de la Lotería Nacional. Como sede de la Biblioteca Nacional se inauguró a fines de diciembre de 1901, siendo en ese momento su director el escritor Paul Groussac. Por esos años, los directores tenían su vivienda particular, ubicada en el mismo edificio. En el año 1990, la Biblioteca se trasladó al actual edificio de la calle Agüero 2502. En esta imagen se destaca el prolijo adoquinado de la calle.URI: http://200.69.147.119:8080/jspui/handle/123456789/211

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La ley de federalización promulgada en este año, que convirtió a Buenos Aires en Capital de la República, habría de motivar la nacionalización de la Biblioteca, como en efecto ocurrió, ya que la Provincia, no obstante la oposición de algunos diputados, la cedió al Gobierno Nacional. La entrega se efectuó en el año 1884, y simul­táneamente se creó la Biblioteca de la Provincia, la cual se incorporó posteriormente a la de la Universidad de La Plata.

El año 1880, sorprendió en la Dirección de la Biblio­teca Pública al Sr. Manuel Ricardo Trelles; él descu­brió la forma de llegar al lector más allá del recinto de la sala de lectura, de proyectar fuera de ésta al libro o al documento de valor, despertando así el deseo de investigar o de leer simplemente. Como si quisiera unir las dos grandes creaciones del Gobierno de Mayo, deci­de publicar La Revista de la Biblioteca, continuación en cierto modo de La Revista del Archivo, también fun­dada por él. En esta publicación se daban a conocer documentos inéditos que se conservaban en la Biblio­teca; de ella salieron ocho volúmenes y luego se interrum­pió su impresión.

Un año después de asumir la Dirección, apenas nacio­nalizada la Institución, Paúl Groussac intenta otro tipo de publicación: La Biblioteca, revista de literatura, his­toria y ciencias, de la cual salieron solamente ocho volú­menes desde 1896 hasta 1898, inclusive. La exhumación de documentos históricos se llevó a cabo en los Anales de la Biblioteca, que dio a conocer valiosísimas piezas con notas del propio Groussac. La colección comprende diez tomos que se imprimieron a lo largo de quince años, desde 1900 hasta 1915.

A Paul Groussac se debe también la publicación del Catálogo metódico de la Biblioteca, en cuyo primer tomo escribió la Noticia historia de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, desde su fundación hasta los días de su dirección. Este prólogo fue reproducido en el tomo pri­mero de La Biblioteca.

Habrían de pasar muchos años antes de que se inten­tara una nueva publicación. Queriendo imprimirle el mismo carácter que la editada por Trelles aparece en 1935, otra Revista de la Biblioteca, de vida efímera.

La actual dirección ha iniciado una reedición de La Biblioteca, queriendo adecuarla, con algunas variantes, al estilo de la de Groussac. Esta Segunda época ha brin­dado ya, desde el año 1957, cuatro números; esperemos que no se vea una vez más frustrada la idea de ampliar los muros ideales de tan importante institución, que haría del extenso territorio de la patria una gran sala ideal de lectura. Sería éste el mejor tributo a la memoria de quienes la crearon.
Profesora Ana Inés Manzo 
Secretaria técnica del Departamento de Letras de la U.N. La Plata
Directora de la Unidad Académica de la Escuela Normal de Quilmes
Presidenta fundadora de la Biblioteca Popular Pedro Goyena
Compilación Prof. Chalo Agnelli
C.A. de la Biblioteca Popular Pedro Goyena 

NOTAS



[1] Ver en EL QUILMERO del miércoles, 18 de julio de 2012

ANA INES MANZO - DIRECTORA DE LA ESCUELA NORMAL 1970 - 1982 http://elquilmero.blogspot.com.ar/2012/07/ana-ines-manzo-directora-de-la-escuela_18.html/

Ver en EL QUILMERO del sábado, 12 de marzo de 2016. SINDICATO DE COSTURERAS DE QUILMES "INMACULADA CONCEPCIÓN” – 1945 - APORTE A LA HISTORIA DEL GREMIALISMO EN EL PARTIDO DE QUILMES

Ver en EL QUILMERO del miércoles, 18 de julio de 2012

ANA INES MANZO - DIRECTORA DE LA ESCUELA NORMAL 1970 - 1982 http://elquilmero.blogspot.com.ar/2012/07/ana-ines-manzo-directora-de-la-escuela_18.html/ 

[2] Los Elzevir o Elzeviro son una familia holandesa de editores que duró 132 años y gozó de gran prestigio durante el siglo XVIII. Sus libros fueron famosos por su pequeño formato, su precio económico y su objetivo de entretener. Fueron en la época el génesis de lo que hoy conocemos por libro de bolsillo. 

[3] Christoffel Plantijn, llamado Christophorus Plantinus en latín y Cristóbal Plantino en español (Saint Avertin, c. 1520 – Amberes, 1589) fue un editor, impresor y librero flamenco (si bien Saint Avertin se encuentra en la actual Francia y Amberes en el antiguo Marquesado de Amberes) y su formación como encuadernador la recibió en París. 

[4] González Obregón, en Preliminar a Francisco Fernández del Castillo - Libros y libreros en el siglo XVI. (Publicaciones del Archivo General de la Nación, t. VI.) México, 1914. 

[5] Medina, José Toribio: Historia y bibliografía de la Imprenta en el antiguo Virreynato del Rio de la Plata. La Plata, 1892. 

[6] Torre Revello, José: El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española. En Publicaciones del Instituto de Investigaciones Históricas, t. LXXIV. Buenos Aires, 1940. 

[7] Furlong, Guillermo, S. J.: Los jesuitas y la Cultura Rioplatense. Buenos Aires, Huarpes, 1946. Furlong, Guillermo, S. J.: Bibliotecas argentinas durante el periodo hispánico. Buenos Aires, Huarpes, 1948. 

[8] Caillet-Bois, Ricardo R.: Ensayo sobre el Río de la Plata y la Revolución francesa. En Facultad de Filosofía y Letras, Publicaciones del Instituto de Investigaciones Históricas, N° XLIX. Bue­nos Aires, 1929. 

[9] Furlong, Guillermo, S. J.: Bibliotecas argentinas…ed. cit. 

[10] Medina, José T.: La imprenta en Lima, t. I, pág. 81. Santia­go de Chile, 1904. 

[11] Registro Oficial. Archivo de Gobierno de Buenos Aires, 1810. T. I. Cap. I. N° 67

[12] Archivo de Gobierno de Buenos Aires, 1810. Cap. I. N° I. Sala V. Cuerpo I. Anaquel I. N° 1. 

[13] Furlong, Guillermo, S. J.: Bibliotecas argentinas…ed. cit., páginas 48-49 

[14] Piel curtida bruñida y lustrosa mucho más delgada y adaptable que el cordobán; se utiliza para la fabricación de bolsos, guantes, zapatos, etc. 

[15] Gazeta de Buenos Aires, N° I, 7 de junio de 1810. 

[16] La Gazeta de Buenos Aires, N° 32, 17 de enero de 1811. 

[17] La Gazeta, loe. cit. 
[18] La Gazeta de Buenos Aires, N° 36, 8 de agosto de 1811. 
[19] Nota del Gral. Belgrano al Gobierno, agradeciendo el pre­mio de 40.000. Jujuy, 31 de marzo de 1813. 
[20] La Gazeta de Buenos Aires, N° 32, loe. cit.
[21] Nota al Gobierno Superior de las Provincias Unidas del Río de la Plata, 29 de enero de 1812. 
[22] “Aquí yace D. Luis Chorroarín, Presbítero de la Santa Iglesia Catedral, Rector por veinticinco años del Colegio de San Carlos. Y fundador de la Biblioteca. Murió el día 2 de julio de 1823.” 
[23] Nota al Administrador de Temporalidades, 2 de setiembre de 1810. Firm.: Saavedra; Moreno. 
[24] Nota al Tribunal de Cuentas, 1° de octubre de 1810. Fir­mada: Saavedra; Moreno. 
[25] Groussac, Pablo: “Discurso del Director”. En Noticias históricas sobre la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (1810-1901). Buenos Aires, Menéndez, 1938.